Fueron largas horas en vehículo. Luego del puente que da acceso a Ica, el terremoto había fracturado literalmente la carretera, y una interminable fila de buses interprovinciales buscaban ir o salir de la zona del desastre. Los viajeros desesperados por las réplicas continuas formaban barricadas para impedir el paso de vehículos que intentaban usar los carriles contrarios. Sin embargo la ayuda humanitaria no podía esperar más.
Despejábamos las vías apelando a la última reserva moral y humana que aflora en algunos en situaciones trágicas, mientras en otros ya no pensaban en nada, solo en sí mismos. En una tragedia de tal magnitud, nadie puede ser juez de sus semejantes.
El avance era lento, mientras dejábamos pueblos que al vernos con un Hospital móvil corrían desesperados pidiendo ayuda.
La entrada de Pisco se asemeja a un gran óvalo que no sufrió alteración alguna, pero al avanzar a la centro de la ciudad, los primeros rostros de la tragedia perdidos entre lágrimas jamás notaron nuestra llegada.
Ensimismados en su dolor, algunos preguntaban… ¿vienen de Lima?, y en vez de responder con un gran "sí", quedamos callados… tan solo nuestras miradas recorrían las calles sepultadas en adobes, fachadas regadas entre las veredas, techos sobre techos incrustados en el centro de su habitad, postes inclinados, cables enredados unos a otros entre aceras contiguas, y humano dolor era el común de las miradas.
En la plaza de armas de Pisco, muy de mañana se convirtió en el escenario del dolor, las personas caminaban en círculos, los heridos entre las bancas esperando pronta ayuda, los bomberos y policías locales que también estaban de damnificados, iniciaban sus primeros esquemas organizados de ayuda.
Nos instalamos raudamente, sin embargo más rápido llegaron los heridos apoyados en sus familiares, fuertes fracturas que desdibujan sus siluetas, quemaduras de primer grado, intensos dolores, sabe dios el porqué. En aquel hospital móvil los heridos gritaban de dolor, y no había donde evacuarlos, el hospital de pisco estaba colapsado. El aeropuerto era la única manera rápida y segura de traslado a Lima.
De la Iglesia San Clemente, frente a la plaza de armas, solo quedaron sus fachadas exteriores y las dos cúpulas tubulares. Todo el techo del templo estaba colapsado, debajo de ello, más de cien personas que participaban de una misa. El Padre de la Iglesia da cuenta que no hubo tiempo para más, solo cubrirse. Los feligreses optaron por salir por la puerta principal en un solo acto, pero el terremoto no respeto ni a los fieles. En la puerta se observa el rostro de un señor casi a punto de salir, pero los escombros sobre él se lo impidieron.
Los caminantes en la Plaza de armas, de apoco encontraban a sus conocidos luego la tragedia, se abrazaban y con voces entrecortadas se decían uno al otro: "murieron mis hermanos", "mi madre", "mi padre", "mis hijos", "mi esposa", … toda una familia podía caber en aquellas frases acompañadas de dolor intenso. Luego un silencio cubierto de abrazos.
La plaza de armas, no solo refugiaba damnificados, también era escenario de lo más trágico del terremoto. Apilados en grupos decenas y decenas de personas fallecidas, sin distinción de edades, sexos o etnias.
La oscura polvadera cubría los cuerpos de madres o padres junto a sus hijos, ancianos, jóvenes y adultos, todos lesionados duramente con rabia, hasta desdibujar sus siluetas. Lo duro de la muerte, es que conserva la expresión última de nuestros rostros, y en los que se fueron se apreciaba mucho dolor.
Alrededor de los cuerpos apilados llegaban personas para reconocer a sus familiares desaparecidos. Una señora camina temerosa entre los cuerpos, con lágrimas en el rostro, esperando no encontrar a los suyos, se detiene, y en su rostro se percibe un segundo intenso distinto al mío, como si de pronto un gran puñal atravesara su cuerpo y la tumba. Las lágrimas ceden al espanto, la respiración se agita y se corta. Segundo después se escucha un grito.
Una Abuelita quechua hablante, también busca a sus hijas, su mirada pausada intenta no conmoverse con aquella señora, pero sus ojitos se llena de lágrimas. Ella sigue buscando, le toca ver uno a uno aquellos cuerpos, mientras une fuertemente sus labios intentando darse fuerza.
Dos niños recostados de uno y dos años acompañan a su madre como esperando su turno para lactar, pero están quietos, y solo se ven en sus ojitos, los surcos húmedos de sus últimas lágrimas. Los niños lloraron, pero la sordera de la muerte les impidió ser escuchados.
De pronto, se escucha un fuerte rumor de olas, y una muchedumbre de gente huyendo empieza a gritar… ¡se sale el mar!, !se sale el mar!.
Los pasos galopantes de una muchedumbre golpeada empezó a sonar fuerte, tan fuerte que asemejaba a oleajes cercanos de las playas, la psicosis colectiva atrapó a todos sin excepción, algunos lloraron, otros corrieron, y otros pocos se quedaron quietos resignados a la muerte. Yo solo atiné a coger un megáfono, sin confirmar ni negar, pedía alma y salir ordenadamente de la plaza, igual si el mar tenía que hacer su trabajo, no se olvidaría de nadie. El recuerdo de mi madre acompañaba esos segundos.
Al minuto siguiente, aun sin confirmar, quedó el susto, y entre los que quedábamos intentábamos decirnos que era una falsa alarma, pues las tragedias ocurren tan rápido que uno ni se entera. Pero el miedo latía en cada mirada.
Los heridos apilados en el hospital de la solidaridad, estaban rezando, pidiendo a dios no más tragedia… fueron escuchados, pues los ánimos se calmaron, o algún estado psicológico similar a ello.
Los movimientos inesperados, pero continuos de las réplicas recordaban que albergamos en nuestra naturaleza humana mucho temor, pero también fortalezas.
Establecido en aquella plaza, y dispuestos a quedarnos días, buscamos al Alcalde provincial de Pisco, jefe de defensa civil, el cual por versiones de algunos, afirmaron que había perdido a sus familiares en el desastre, y estaba destruido psicológicamente. Jamás lo encontré en los primeros seis días de la tragedia.
Las radios locales hablaban de que se avecinaba un maretazo, mientras las flotas de bomberos ya se incrementaban ordenadamente en la Plaza de Armas. La población cundía en pánico; tanto por lo sucedido, tanto por que lo peor aún estaba por venir.
Al vernos con el Megáfono en mano, se nos acercó la Ministra de Mujer, con muestras humanas de desconcierto, pidiéndonos informar a toda la población sobre la falsa alarma del maretazo y del primer punto de concentración para damnificados fuera de Pisco, la Plaza de Armas del distrito de Villa Túpac. Las primeras horas del segundo día existía un solo megáfono y cuatro pilas para comunicarnos con toda esa población.
Prestos a cumplir con el encargo, nos dirigimos hacia las calles con dirección al mar. Paso a paso, la dimensión de la tragedia se hacía aun mayor. Cuadras y calles enteras destruidas, algunas familias fuera de sus casas desesperadas clamando ayuda, otras llorando esperando una noticia que desconfirme el maretazo.
La desesperación estaba en todos los rostros. Muchos huían a las afueras de Pisco, como si fuera un gran éxodo. Otras personas, apiladas en las esquinas, expresaban sus cóleras reclamando que no abandonarían sus casas por temor a perder sus pertenencias ante el pillaje de los inconscientes; y un número menor decidió quedarse con sus familiares discapacitados.
Caminar las primeras horas de la mañana en aquellas calles destruidas, solitarias escuchando lamentos lejanos de alguien bajo escombros y no saber de donde proviene, es cruel y deja en el alma una sensación de culpa, difícil de olvidar.
Una puerta montada entre los escombros de lo que fue una casa, yacía semiabierta, y entre su ranura una mano que intentó librarse del adobe. Ni pulso, ni calor se sentía en su mano, solo dolor.
Una calle apilada de muros y fachadas enredadas por cables de electricidad, hablaban de lo duro que fue el terremoto en aquellas viviendas. Un perro aullando triste dentro de esas casas, sin columnas, ya sin techos. Y debajo de sus patas, las piernas pequeñas de un niño cubierto de escombros.
En una esquina, una ancianita cabizbaja, sentada en las veredas, solo miraba el altavoz, sin escucharlo, ensimismada de lo duro del recuerdo.
Algunas personas agrupadas fuera de sus casas preguntaban con lágrimas en los ojos, que "pasará ahora con nosotros, el tsunami nos matará de una vez por todas". Otras se acercaban, casi esperando algún mensaje que mitigue su desgracia. Mirar a sus ojos, y decirles que no habrá tsunami provocaba llantos de calma, de poder llorar ya solamente por los que han partido.
Una persona escucho el quejido de alguien entre unos desmontes, solo dos personas contra esos muros a punto de colapsar, aplastando aquel señor atrapado entre escombros. Uno a uno llegaban otras personas para ayudar, y como aquel poema de Cesar Vallejo, la solidaridad fue más fuerte que la muerte.
Al pasar por otra calle, un señor de edad me mira y con voz seca dice: … "al fondo está una chica, aun respira, no la puedo sacar", … apresurado camino por sobre los escombros, esperando socorrerla, pero los muros colapsados junto a un hotel vecino habían cedido furiosamente sobre ella. Intento despejar los escombros, pero es interminable los trozos de cemento caen al retirar otro.
Salgo a buscar ayuda, y una inclinación forzada en el horizonte me impone la situela del edificio contiguo. Metro y medio de grosor albergaba sus dos primeros pisos colapsados, como si fueran bytes comprimidos, y sobre ello, la estructura maltrecha de los tres últimos pisos superiores. Era el hotel "embassy" simulando una gran caja roída apoyado en un punto de equilibrio inubicable, a punto de caer.
Llegan los Bomberos, ingresan a socorrer a la joven, pero solo informan de su deceso.
Un Ministro del Interior camina entre las calles, tras de él oficiales bien vestidos, y reporteros de prensa ávidos de noticias, pero sin palas ni rescatistas.
Detrás de esos pasos, quedaban los cadáveres expuestos entre desmontes, y uno a uno era apilado en la plaza de armas, esperando algún familiar que los reconociera.
Pasado las tres de la tarde, la sed y el hambre impulsaban a las personas a buscar alimentos, pero las tiendas estaban tan destruidas como las casas. Todo Pisco estaba desabastecido, sin agua ni alimentos. Se avecinaba una gran demanda de víveres.
En el punto de concentración para damnificados dispuesto por el gobierno central, empezaban a congregarse los damnificados del centro de Pisco. El temor por el maremoto o el colapso de sus casas ante alguna réplica fueron los argumentos suficientes para emigrar aquel alejado punto.
Mientras la tarde iba cediendo, el frío se hacía presente, las calles de Pisco estaban semidesiertas y el punto de concentración de damnificados Villa Tupac Amaru a cuatro kilómetros de distancia cobijaba a casi tres mil personas entre adultos y niños. Fue la noche más fría de afecto que he vivido.
Los damnificados salieron de sus casas sin ningún abrigo y por la prisa ante un posible maremoto literalmente huyeron, y estaban allí solos con sus ropas, el viento en el ancho pasto de la plaza y el frío rudo de la noche. Se unían en grupos concéntricos para estar más abrigados, los niños siempre al centro por el frío. Iban a dormir sin haber ingerido nada de alimentos. Con el grupo de colegas, hicimos de ese punto de concentración nuestro centro de operaciones.
Ya muy de noche, preparamos quinua caliente, y lo que calculamos duraría una semana se acabó al filo de la noche del segundo día.
Los días siguientes estuvieron plagados de desorden, de hambre y frío, mucho frío.
Estas personas aún necesitan de nuestra ayuda.
No los olvides.
Miguel Huamaní -
huamani.miguel@gmail.comLima - Perú